El viajar por las ciudades de origen medioeval conlleva una especial experiencia, pues al ir caminando en las partes viejas, de repente ves un cartel que tiene la figura de un cerdo y esa vía se llamaba calle de carniceros u otro que tiene un cartel con el dibujo de un tablón de madera y lleva aún el nombre de calle de carpinteros, todo esto refiriéndose a la actividad que se desarrollaba en ese lugar.
Esto no es extraño a nuestra idiosincrasia, recuerdo como Manuel Payno, en su libro Los Bandidos de Río Frío, nos habla de la famosa calle de Plateros en la Ciudad de México, en donde se encontraban los negocios de todos aquellos que se dedicaban a la orfebrería. Ahora es la calle lleva el nombre de Francisco I. Madero.
Lo interesante de esto es que la existencia en un espacio físico delimitado de todos aquellos que se dedicaban a una profesión o actividad determinada se encuentra íntimamente ligada a una institución medioeval, la que tenía un gran poder y capacidad de decisión: El Gremio.
Aquellos que se dedicaban a una actividad específica se reunían y velaban por sus intereses, lo que implicaba también el cuidar de los de aquellas personas que contrataban sus servicios, pues un cliente insatisfecho implicaba un descrédito para todo el gremio.
Así, por ejemplo, los gremios de carpinteros tenían reglas técnicas como la de cuanto debía medir el grosor de un tablón de madera, que se destinaría a sostener un techo y cuales debían ser las dimensiones de este último para que se pudiera sostener; los constructores de edificios de piedra tenían pautas que aplicar para hacer los sillares. Todas estas reglas derivadas de la experiencia venida de los ensayos y errores, cometidos por generaciones anteriores de artesanos, llevaban a un mejoramiento continuo en la labor que desempeñaban sus sucesores.
Pero las reglas que fijaban los gremios no se referían exclusivamente a los detalles técnicos, también tenían códigos de conducta que marcaban aspectos tales como el costo de sus servicios o el trato para el cliente o hacia ellos mismos; así se preservaban niveles de calidad tanto en el resultado del trabajo, como en el trato al cliente y entre los agremiados.
Lo interesante de esto es que esa autorregulación tenía buenos resultados para el gremio y la población en general, pues aquellos aseguraban su trabajo y por tanto su subsistencia y sus clientes tenían un alto índice de probabilidad que recibirían un servicio o mercancía de calidad. Pongamos el ejemplo de un carpintero que era negligente y no seguía los parámetros fijados por el gremio y sus pares acordaban expulsarlo del gremio; muy posiblemente ese amigo perdería su clientela y serían pocos quienes le buscarían para contratarlo.
En la oficina de aquel abogado, el cliente se encontraba desesperado, su hijo llevaba más de un año en la cárcel y los engranajes de la justicia, lentos como lo son, parecían trabajar cada vez más despacio. El profesionista le aseguraba que existían altas probabilidades de obtener una resolución del Juez que permitiera salir a su hijo pero habría que “lubricar” la maquinaria y pidió al cliente una fuerte suma para ese efecto; el padre salió angustiado de la oficina del abogado tratando de encontrar la forma de conseguir el dinero.
¿Verdad o mentira? Muy posiblemente lo segundo, pues, aunque si existe corrupción en el sistema de justicia en México, esta es menos extendida de lo que se piensa, pero algunos abogados, con ese tipo de actitudes, han creado la creencia de que los casos solo se pueden solucionar engrasando la maquinaria de la justicia.
Es una triste realidad en nuestro sistema de justicia, del que los abogados formamos una parte tan importante como lo es el juez o el fiscal, pero estos últimos si están sometidos a normas legales que rigen su actuación y que pueden sancionar las conductas incorrectas, pero a los abogados difícilmente, pues esas reglas son escasas y las pocas que hay son rara vez aplicadas.
La solución: que los abogados se encuentren sujetos a una organización gremial similar a la que mencionaba al principio de esta misiva, en la que se presente una autorregulación y se apliquen reglas que permitan que esa profesión se practique dentro de límites razonables de honestidad y capacidad.
Así, al no existir una agremiación obligatoria y mientras los abogados no encuentren sanciones a las conductas que desprestigian a la profesión y al sistema judicial; la sociedad seguirá desconfiando de los jueces y pensando en ellos como sujetos que se encuentran sumergidos en el cieno de la corrupción.
La palabra legitimación se refiere a la idea de calidad o eficiencia en una actividad y a la adecuación, de quien se encuentra en un lugar, a las reglas que le permitan ocupar ese espacio. Así un presidente o un diputado o senador encuentran su legitimación inicial en el hecho de haber accedido a su puesto a través de la decisión, de los ciudadanos que, con su voto, lo legitimaron. Después de esto se legitimarán o justificaran de acuerdo con sus acciones y la efectividad de estas en beneficio de la sociedad que ahí les puso.
Pero los jueces no se legitiman a través del voto de la comunidad, sino a través de los resultados en su función y su honorabilidad en el actuar personal y profesional. Bajo esas condiciones ¿Cree mi estimado lector que una persona que obtuvo su título para ejercer la profesión del derecho a través de una actitud tramposa y engañosa se encuentra legitimada para ser juez?
Todo parece indicar que, a la señora Yasmín Esquivel será su propio gremio quien le obligue a renunciar con un poco de dignidad a la honrosa y digna profesión de administrar justicia.