En la carretera el letrero anunciaba bajar la velocidad, pues un puesto de vigilancia e inspección del Ejército se encontraba adelante. Aquel hombre viajaba con su familia esa calurosa tarde de verano y al llegar al sitio de inspección, un soldado armado le indicó que debía estacionar su vehículo en uno de los sitios habilitados para tal efecto. A los pocos minutos llegaron otros dos soldados que ordenaron a los pasajeros bajar del vehículo y abrir el maletero. Los militares hurgaron en el interior del equipaje con sus manos, fue una situación humillante pues en este se encontraban las pertenencias íntimas de las personas que viajaban, incluyendo las mujeres. El ciudadano protestó por esa invasión a la intimidad, pero el militar al mando le ordenó callar bajo amenaza de ser arrestado.
¿Cuál es el precio que debemos pagar por la seguridad en México? ¿Hasta dónde llegará el poder de las fuerzas armadas sobre los ciudadanos bajo el pretexto del combate al crimen?
En el Congreso federal se presentó una iniciativa de ley que daría al Ejército más fuerza en el combate al crimen. De esta propuesta de ley podemos encontrar los siguientes antecedentes: La Constitución mexicana establece que, en tiempos de paz, el Ejército debe estar recluido en las bases militares; esto obedece a que México está conformado como una república que se gobierna a través de organismos que brotan de la sociedad civil, lo que determina que la materia de seguridad pública debe estar a cargo de las instituciones civiles, que comprenden las fuerzas policiales y el ministerio público, pero la Constitución pretende establecer una sana separación entre la autoridad civil y la militar.
En 1995 se creó la Ley de Seguridad Pública que estableció un consejo del que forman parte el Ejército y la Marina. Al considerarse que esto contravenía el principio de separación de los poderes civil y militar, un grupo de representantes acudió ante la Suprema Corte argumentando que la intervención de las fuerzas militares, en la seguridad pública, violentaba la Constitución. La sentencia que se emitió, en 2000, consideró que las fuerzas armadas si podían intervenir en funciones de seguridad pública, pero no por sí mismas, sino bajo la dirección y supervisión de las autoridades policiales y ministeriales y a solicitud de estas.
Esta sentencia abrió la puerta a lo que seis años después vendría a establecer la intervención permanente del Ejército y la armada en funciones que corresponden a la autoridad civil, propiciando una escalada de violencia como nunca se ha visto en tiempos de paz en México. Pero también un crecimiento grave en violaciones a Derechos Humanos: Desapariciones forzadas, ejecuciones sumarias, tortura, desplazamientos de zonas de conflictos y una saturación del sistema penal que ha incidido en un efecto de puerta giratoria, en la que los delincuentes entran y salen de prisión continuamente.
Estas violaciones han implicado juicios en contra de elementos de la milicia por delitos cometidos en contra de individuos de la sociedad civil, ante los tribunales militares, con gran opacidad y abandono de las víctimas. Esta situación se revirtió con una sentencia que emitió la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso conocido como Radilla Pacheco, donde se determinó que las violaciones cometidas por militares en contra de civiles debieran ser juzgadas por tribunales del orden civil y no militar, criterio que fue asimilado en el sistema legal mexicano, causando un fuerte malestar en los líderes de las fuerzas armadas, quienes vieron disminuir su poder al tener que someterse a la autoridad civil.
La pugna entre los poderes ha continuado durante años y ahora el Salvador Cienfuegos, ministro de Defensa, insiste en la necesidad de aprobar el proyecto de Ley de Seguridad Interior. En este se pretende justificar la intervención de las fuerzas armadas, en forma permanente, en actividades de combate al crimen.
Esta iniciativa otorga a las fuerzas armadas facultades para establecer, a discreción, puestos de revisión en todo el territorio mexicano y realizar inspecciones en las personas y sus propiedades; hacer uso “legítimo” de la fuerza pública para impedir la comisión de delitos y hasta en casos de resistencia “no agresiva” de los ciudadanos. En fin, se faculta a las fuerzas armadas a violentar los derechos de libre circulación, de intimidad, de propiedad privada, de libertad y de integridad física, dejando a un criterio extremadamente amplio, de las autoridades militares, el violentar estos derechos.
Lo cierto es que la seguridad “interior” es una idea vaga que nada dice. La seguridad abarca la seguridad pública, que es la que corresponde a la sociedad civil, y la seguridad nacional, cuya salvaguarda corresponde a las fuerzas armadas y los centros de inteligencia. Pretender incluir al Ejército en actividades que deben ser exclusivas de la sociedad civil, mediante una creación artificial de una seguridad interior, es romper los principios básicos de una sana separación entre el gobierno civil y la fuerza militar, y poner a los mexicanos en un grave riesgo de ser sometidos a la “bota militar”; es urgente que las autoridades entreguen la seguridad pública a las instituciones civiles que deben ser capacitadas para realizar su labor de combate al crimen.