El coche estaba impecable. No era modelo reciente pero a simple vista se podía observar que su dueño se encargaba de cuidarlo.
Dos jóvenes, estudiantes de la Universidad de Stanford, bajaron de él y lo dejaron totalmente cerrado; caminaron varias cuadras hasta la estación del metro junto al estadio de los Yankees, en El Bronx.
En ese año, las protestas contra la guerra de Vietnam eran una visión continua en EEUU y el movimiento hippie se había extendido por todo el mundo occidental. Pero en El Bronx, que podríamos llamar “tierra brava”, las pandillas se apoderaban de las calles y la policía neoyorquina se preocupaba más de extorsionar a los delincuentes que cuidar a los ciudadanos, por lo que a los pocos minutos, los malvivientes, observando que los dueños del vehículo no aparecían, empezaron a desvalijarlo a la vista clandestina de los investigadores de la universidad, que participaban en aquel experimento social. Al día siguiente, sólo quedaba el cascarón de aquel coche.
Por ese mismo tiempo, Palo Alto, California, era una comunidad tranquila, la media de la población tenía niveles altos de educación y los vecinos participaban activamente en los intereses de la comunidad. Lo que se había hecho en El Bronx, también se hizo ahí, pero con resultados diferentes, las horas y los días pasaron y el vehículo, idéntico al que se había abandonado en el barrio de Nueva York, permanecía como si nada. Los investigadores de la universidad tomaron cartas en el asunto y dañaron la carrocería del coche y quebraron uno de sus cristales. A los pocos días el auto quedó desvalijado.
El experimento dio resultado y concluyó en lo que hoy conocemos como la Teoría de las Ventanas Rotas: Si un espacio de la comunidad se deteriora, la conciencia social se altera y se empiezan a romper las reglas de convivencia, generalmente aceptadas. Así, si un edificio abandonado presenta una ventana rota, al poco tiempo todas sus ventanas estarán también rotas y el edificio habrá sido vandalizado.
Esto se presenta en múltiples aspectos de nuestra convivencia, como las violaciones menores a las leyes de tránsito, que al volverse una práctica común, son aceptadas e imitadas, derivando en un caos de la circulación y, en una mayor dimensión, en inefectividad de las reglas sociales y de ahí a la inseguridad pública.
Llevada al extremo esta teoría, deriva en lo que se conoce como “cero tolerancia”: Debe castigarse la más mínima violación a las reglas porque, de no ser así, se promoverá el crecimiento de estas transgresiones. Existen muchas críticas a esta política: El principal combate a la violación a las reglas sociales se da atacando sus causas y no sancionando las consecuencias y la “cero tolerancia” lleva a un Estado policial en el que los agentes del orden tienen poca capacidad discrecional y, frente a la violación a las reglas, tienen que sancionar al violador, sin tomar en consideración los motivos que le llevaron a cometer la conducta indebida y, a la larga, esto erosiona la relación entre los cuerpos policiales y la comunidad, acrecentando los abusos de poder y el temor en la sociedad.
Este fenómeno lo vemos actualmente en las políticas migratoria promovidas por la administración Trump. Desde su campaña, el presidente estadounidense anunció la aplicación de la política “cero tolerancia” en el aspecto migratorio y esta promesa se ha cumplido al extremo que el cruce de la frontera de Estados Unidos o la permanencia dentro de su territorio, sin haber pasado por el permiso de las autoridades migratorias, lo que en los países con un nivel regular y alto de civilización es considerado como una falta administrativa que amerita sólo una sanción económica y deportación en algunos casos, en el actual Estados Unidos es considerado como un delito que da base a prisión sin juicio y en hacinamiento y, algo peor, la inhumana separación de padres e hijos. En una metamorfosis de las autoridades migratorias hacia un Estado policial, más digno de la SS de la Alemania nazi que de una democracia moderna.
Después del ataque a Pearl Harbor, en Estados Unidos se desató una histeria colectiva en contra de los japoneses que vivían en EEUU, lo que fue capitalizado por políticos fanáticos para convencer al presidente Roosevelt de crear campos de concentración.
Los japoneses y sus descendientes de primera generación, sin importar su nacionalidad, fueron obligados a vender sus propiedades en un plazo de días y traslados a áreas de reserva, rodeadas de mallas coronadas por alambre espinado y se dieron casos de personas que fueron muertas a tiros al tratar de escapar. A estos campos fueron llevados, en menor medida, personas de origen alemán e italiano.
La estrategia del presidente Donald Trump, desde su campaña, ha sido crear histeria hacia los migrantes, principalmente los de origen latino, y le ha dado resultado.
Las demostraciones de discriminación se han extendido a lo largo y ancho de EEUU, siendo lo más triste que esto se ha comunicado a los menores.
Después de la creación de histeria, ahora, al igual que en el pasado, han llegado los campos de concentración, que se han traducido en sitios de retención para adultos y, lo más triste, también para niños.
Muchas voces de la sociedad norteamericana se alzan contra este trato cruel e inhumano, lo que da una luz de esperanza para que la administración Trump dé marcha atrás a sus políticas de Estado policial.
A la postre, quien olvida la historia, está obligado a repetirla.