Ese verano había empezado singularmente caluroso, las lluvias habían tardado en llegar y el ambiente que reinaba en aquella capilla del hospital del que fuera el Convento de los Jesuitas en la Villa de Chihuahua, no ayudaba mucho a refrescarlo, pues se notificaba al rebelde Miguel Hidalgo y Costilla, quien había sido cura del pueblo de Dolores, la sentencia que había emitido el Tribunal de Guerra.
Hidalgo se encontraba de rodillas, en aquel duro piso de losa de granito, su cuerpo cubierto solo por un pantalón, pues unos minutos antes se había ejecutado en su contra la sentencia del Tribunal Eclesiástico que había declarado su degradación eclesiástica, había dejado de ser miembro del clero y se le habían despojado sus vestiduras eclesiásticas y ahora, como súbdito del rey, podía ser sometido a la justicia regular.
En el mismo salón se encontraba el comisionado que había llegado desde la capital de la Nueva España hasta aquella alejada población, el señor Ángel Abella, acompañado del escribano que levantó las actas del juicio contra Hidalgo, Francisco Salcido; el primero de ellos le leyó la sentencia que se había emitido: se le condenaba a ser pasado por las armas hasta morir, a la confiscación de sus bienes y, una vez muerto, su cabeza debería ser separada de su cuerpo y exhibida en las poblaciones donde había cometido sus crímenes.
La reacción de Hidalgo fue serena, así se describe en una carta del señor Francisco José de Jáuregui, que menciona que, durante el acto, permaneció: “…con una serenidad tan desvergonzada que escandalizó a todos los concurrentes…”; en ese documento se refiere también que cuando se le preguntó si deseaba algo, pidió le llevaran algunos dulces que tenía en su celda bajo la almohada. Pasó ese día como si nada le fuese a ocurrir, con tranquilidad desayuno, comió y cenó, y se fue a dormir. Transcurría el 29 de julio de 1811. Tal vez la tranquilidad del cura Hidalgo obedeciera al hecho que llevaba más de cinco meses prisionero y sus compañeros en la insurrección, Allende, Aldama, Jiménez y otros más, habían muerto un mes antes, por lo que, muy posiblemente, estaba resignado a su destino.
Al día siguiente, a temprana hora, fue llevado al patio del convento donde, según dice el acta oficial levantada por Manuel de Salcedo, “…fue pasado por las armas en la forma ordinaria a las siete de la mañana de ese día, sacándose su cadáver a la plaza inmediata en la que colocado en el tablado apropósito, estubo de manifiesto al público…”
Pero un acta oficial tan fría, no relata con precisión como aconteció la muerte de Hidalgo. Existe una publicación en el periódico La Abeja Poblana del 29 de marzo de 1822, de la carta dirigida a ese medio por Pedro Armendáriz quien fue custodio de Hidalgo, juez del Consejo de Guerra y luego conductor del pelotón de fusilamiento, que menciona también la serenidad de Hidalgo, a la que describe como garbo y entereza.
Armendáriz refiere que un pelotón de fusilamiento compuesto de 12 hombres y el mismo, como su jefe, condujeron a Hidalgo hasta una esquina del patio en la que se encontraban un banquillo y un poste, donde se realizaban los fusilamientos; durante ese breve recorrido, el reo, iba rezando y al llegar al lugar, fue atado y vendado de los ojos, pero se le permitió sostener una cruz, que llevaba, con ambas manos.
Los soldados se formaron en tres filas de cuatro. La primer fila disparó, pero no le hirió de muerte, tres balas penetraron en su vientre y una le rompió el brazo, Hidalgo se quitó la venda y miró al pelotón; la segunda fila disparó y, a pesar que tenían órdenes de apuntar al corazón, le volvieron a herir en el vientre; la tercer línea también falló en acabar con la vida del reo, por lo que el Armendáriz ordenó a dos de los soldados se acercasen y disparasen a quemarropa en el corazón y fue así como terminó la ejecución.
Como antes se dijo, el cuerpo de Hidalgo fue exhibido en la plaza pública de la Villa de Chihuahua, y luego su cabeza fue separada del cuerpo y guardada en un barril con sal, este fue enviado a la Ciudad de México, junto con los que contenían las de los insurgentes Allende, Aldama y Jiménez, para luego ser exhibidas en las cuatro esquinas del edificio conocido como la Alhóndiga en la ciudad de Guanajuato.
Este relato se encuentra basado en las actas oficiales de la ejecución de Hidalgo, recopiladas por José M. Ponce de León, el libro El proceso militar y eclesiástico de Miguel Hidalgo y Costilla, autoría de mi estimado amigo Jorge Álvarez Compeán y mi artículo sobre el tema publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México.