A principios del siglo XIX el norte de México abarcaba, además del actual también los territorios de Texas, Nuevo México, Arizona, California y se extendía aún más allá, era tierra muy hostil pues las bandas de indígenas rebeldes atacaban continuamente las poblaciones y rancherías, motivo por el cual el gobierno virreinal había destinado a esa región una gran cantidad de tropas cuyo jefe militar era Nemesio Salcedo, que fue el encargado de llevar a su destino a los insurgentes detenidos en las Norias de Bajan.
Los insurgentes fueron custodiados a la población de Monclova, unas cuantas millas al norte, en esta fueron encadenados y se levantó inventario de lo que les había sido decomisado: veintiocho cañones montados y tres desmontados, cartuchos para cañón, cajas con pólvora, cinco carros, dos guayines, diez y ocho coches, una bandera con la Cruz de Borgoña, muchos caballos y mulas cargados con más de medio millón de pesos, en plata y oro.
En esa población se llevaron juicios sumarios contra los acompañantes de los insurgentes, imponiéndoseles condenas que implicaban trabajos forzados, destierro y muerte; el resto de los detenidos, cuarenta de ellos, fueron trasladados hacia Parras en Coahuila de donde se separaron diez que pertenecían al clero, para ser conducidos hacia Durango en donde debían ser juzgados por un tribunal de la Iglesia; los treinta restantes, entre los cuales se encontraban los principales cabecillas del movimiento: Allende, Abasolo, Jiménez, Aldama e Hidalgo, fueron llevados hacia la Villa de Chihuahua donde llegaron el 28 de abril de 1811, casi un mes después de su aprehensión, lo que nos da idea del largo camino que tuvieron que recorrer en las áridas regiones de Coahuila y Chihuahua, cargados de cadenas.
El juicio en contra de los insurgentes había iniciado semanas antes, pues el Brigadier Salcedo había enviado carta al Virrey haciéndole saber de la detención, y el 13 de abril este había respondido dando órdenes que se formase un tribunal militar y que la sentencia se ejecutara de inmediato.
Es por lo anterior que una vez en la Villa de Chihuahua, el Brigadier Salcedo nombró una Junta Militar a la que debían entregársele las declaraciones y pruebas que se reuniesen en la causa contra los insurgentes y para hacer esto nombró como instructor de la causa al señor Ángel Abella y como secretario de este a Francisco Salcido, quienes recibieron las declaraciones de los detenidos y levantaron actas de estas.
El caso de Hidalgo no era ten sencillo, pues tanto el como Allende, Aldama y Abasolo, habían sido excomulgados por decreto del Obispo de Valladolid, Abad y Queipo el 24 de septiembre de 1810, sin embargo esta decisión quedó sin efecto por decisión de 29 de diciembre de ese año y por consecuencia Hidalgo era legalmente considerado miembro de la Iglesia y la justicia militar no tenía de decidir sobre sus actos, sino que debería ser procesado ante las autoridades eclesiásticas, que en el caso concreto era el Tribunal del Santo Oficio, por esta razón el Brigadier Salcedo solicitó al Obispo de Durango, enviase a un representante de la Iglesia que diese trámite a un proceso religioso de degradación que implica quitar a un miembro del clero su carácter de sacerdote o ministro, esta responsabilidad tocó a Francisco Fernández Valentín el que, ya en la Villa de Chihuahua, posiblemente por recelo de proceder a la degradación de un sacerdote, alegó que de acuerdo a las leyes de la iglesia derivadas del Concilio Tridentino, no tenía facultades para hacerlo; el señor Francisco Olivares, encargado de seguir el juicio contra los insurgentes, envío una carta al Obispo de Durango el que contestó duramente a Fernández Valentín, ordenándole procediese al juicio de desafuero en contra de Hidalgo.
Estas situaciones fueron atrasando el juicio de Miguel Hidalgo, de tal forma que los diversos cabecillas de la insurgencia fueron ejecutados un mes antes que él.
La causa eclesiástica contra Hidalgo inició el 27 de julio de 1811y fue el Franciscano Fray José María Rojas, de quien se dice fue también su confesor, el Notario en cuya responsabilidad tocó llevar el proceso que se realizó bajo las circunstancias que después veremos.
En lo que concierne al procedimiento militar, el Señor Ángel Abella tomo declaraciones a los detenidos, de cuya lectura se observa que Allende aceptó que Hidalgo y el fueron los iniciadores del movimiento y que respecto a los asesinatos cometidos en Valladolid y Guadalajara, se le habían pretendido ocultar pero que se enteró por parte de los deudos de algunas de las víctimas; por su parte, Aldama manifestó que el no estuvo presente cuando los asesinatos, pero que si oyó hablar de que los de Guanajuato habían sido ejecutados por “la plebe” y los de Guadalajara por Hidalgo; Jiménez declaró en el mismo sentido, agregando que Hidalgo había dado las órdenes de ejecución y que estas habían sido realizados por Agustín Marroquín y otro sujeto de apellido Loya; en forma similar declararon José María Chico y el propio Marroquín.
A su vez, Hidalgo al responder al interrogatorio que le formuló Abella aceptó su participación en los asesinatos con las siguientes palabras: “…. pero que si la tuvo en los de Valladolid, que fueron ejecutados de su orden y que serían como sesenta los que perecieron, que por la misma razón la tuvo en los de Guadalajara que ascenderían como a trescientos cincuenta….”.
Pero más pruebas hundirían a Hidalgo, pues el 20 de mayo de 1811, fue aprehendido en la Provincia de Sonora el señor José María González de Hermosillo, líder de la insurgencia en aquella región, a quien se le encontraron cartas que le había dirigido Miguel Hidalgo y en una de ellas, de 3 de enero de ese año, le instruía: “….asegurar a todos los europeos y dar muerte en parajes ocultos, a los que de estos le parezcan inquietos, perturbadores o seductores…..”
No había duda, las pruebas demostraban la complicidad de Hidalgo, no solo en la revuelta, sino en el asesinato de centenares de personas desarmadas y sometidas, faltaba esperar la sentencia.
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