En el velatorio los gritos de dolor de la madre desgarraban el corazón de quienes estábamos presentes. No pude soportar por mucho tiempo ese aire de tragedia y pérdida. Había muerto, asesinado a mansalva, un hombre joven que apenas superaba la mitad de sus 30 años, pero ya había llegado al grado de comandante. En el difícil medio de la policía ministerial en México era respetado por sus compañeros y considerado como un líder.
Un año antes se había puesto en marcha un proyecto muy valioso. Se trataba de dar grado de licenciatura a todos los policías ministeriales. Fue necesario iniciar con la formación de la carrera, una experiencia muy gratificante. La intención era superar y capacitar a los cuerpos policiales. Desde entonces, hace ya más de 12 años, se ha continuado con ese trabajo, con claroscuros, a veces desilusionantes, pero siempre con la tenacidad de que se pueden hacer las cosas mejor para bien de la sociedad en que vivimos.
Pero al poco tiempo de iniciado el proyecto, el entonces presidente de México, Felipe Calderón, tuvo la absurda idea de querer combatir al crimen organizado en un enfrentamiento directo de fuerza, sacando permanentemente al Ejército a las calles para cumplir con funciones de seguridad pública y combate al delito en sustitución a la policía.
Esta lucha frontal trajo un crecimiento exponencial de la violencia y la criminalidad en México. En los tiempos previos, los carteles de la droga sólo tenían que luchar, entre ellos, una guerra por territorios, pero cuando el gobierno mexicano decide demostrar músculo, utilizando el Ejército, los carteles tienen que abrir nuevos frentes de batalla y requieren de más ingresos, logística, armamento y material humano. Esto trajo el desastre en seguridad pública, que aún vivimos en el país. Lo que antes eran pandillas de jóvenes con capacidades y territorios limitados, ahora se convirtieron en aliados de la criminalidad organizada, que les proporcionó capacitación y armas, aumentando, su campo de acción para cometer crímenes y letalidad en su actuar. Fue común ver en imágenes de cámaras de seguridad, niños que apenas llegaban a los 12 años, llegar a un lugar, sacar una pistola oculta de su ropaje y disparar en la cabeza de una persona.
Esos niños y jóvenes que se unieron a los carteles se convirtieron en delincuentes de alta escala: cobro de derecho de piso, no solo a pequeños comerciantes, sino hasta a profesionistas como médicos, abogados y notarios; secuestros en los que se pedían rescates por cientos de miles o millones de pesos; robo de automóviles; narcomenudeo y trata de personas, sobre todo migrantes, así como el sicariato, fueron delitos cuya comisión se expandió a gran escala en todo México.
En unos pocos meses, la policía se vio superada por la fuerza del crimen organizado; en esos tiempos, los cuerpos policiales tenían limitada su capacidad de uso de armas de fuego, pues la ley de la materia estaba hecha por y para el Ejército, que quería tener el monopolio de la fuerza armamentista; pero a pesar de las prohibiciones de portación y comercio de ese tipo de armas, la verdad es que en México los criminales se han pitorreado de la ley y las autoridades, teniendo acceso a armas de alto calibre, generalmente introducidas por la frontera norte, para las que los chalecos antibalas e inclusive el fuselaje de un helicóptero, son como mantequilla frente a un cuchillo caliente.
Fue en ese medio en el que se presentó la muerte del comandante que mencionaba al principio de este relato. A los pocos días, otro alto mando policial cayó bajo el fuego de los delincuentes, pero en este caso se dio una situación especial, pues mientras la comitiva fúnebre llevaba el ataúd a su entierro en el campo santo, a menos de un kilómetro de distancia cinco jóvenes que rondaban la primera veintena de años fueron puestos contra una barda y rafagueados, muchos murieron antes de tocar el suelo y otros a los pocos segundos de haber caído, fue una ejecución profesional. Cuando leí la noticia en el periódico, me vino de inmediato un pensamiento: !Estos canijos ya se cobraron la muerte de sus compañeros policías!
Mi hipótesis fue comprobada años después, cuando, platicando con un amigo policía ya retirado, le comenté mi sospecha y él cayó en la cuenta de inmediato y me dijo
—!Claro que sí, fue el comandante…!
—!No quiero saberlo!, le dije.
No fue extraño para ambos llegar a la misma conclusión. En aquel tiempo la policía se daba a respetar por los delincuentes con ese tipo de acciones y había una razón muy sencilla: los cuerpos policiales recibían poco apoyo institucional, por lo que, corporativamente, tenían que actuar de esa forma. En realidad, en la práctica, se trataba de una especie de autodefensa necesaria para continuar con vida y su labor de combate al crimen.
Pero en la actualidad, los tiempos han cambiado, la delincuencia es mucho más poderosa y un enfrentamiento frontal como se ha pretendido hacer, estará destinado al fracaso, no sólo por la mayor capacidad de armamento y logística del crimen organizado, sino también por su gran poder corruptor.
Hace unos días escuche la opinión de Maria Elena Morera, directora de “Causa en Común”, organización civil que tiene entre sus objetivos el dignificar a la policía en México. Morera mencionaba la cantidad de policías y soldados que han muerto en el país en su función de combate al crimen y la falta de respuesta ante este hecho. Y comentaba algo muy cierto. En otros países surge una respuesta institucional inmediata, que logra esclarecer la mayor parte de estos homicidios y sancionar fuertemente a los culpables.
México ya no puede seguir viviendo en la época del oscurantismo policial, es urgente capacitar a las policías y darles herramientas para que sean verdaderamente efectivos en el combate a la criminalidad moderna, dignificando su función, cambiando el concepto común de desprecio social hacia el policía, hacia una valoración a la labor que realizan. Un policía que es consciente de realizar un trabajo apreciado socialmente, difícilmente se corromperá.