Es un edificio con una arquitectura que impresiona, elaborado de piedra con una gran cúpula en el centro y dos torres en sus extremos, la entrada principal tiene en lo alto un frontispicio que es sostenido por seis columnas, su construcción concluyó en 1894 y desde entonces, salvo el breve periodo del nazismo, ha sido la sede del parlamento alemán, representando uno de los pilares de la democracia de ese país.
En 1933, el parlamento sufrió uno de los peores golpes a la democracia moderna, cuando, con una mayoría de diputados pertenecientes al partido Nacional Socialista, la sede fue bloqueada por fuerzas de la sección de asalto y de la policía secreta, fieles a Hitler, limitando el ingreso de los diputados de oposición. Ahí, frente a una gran imagen de suástica NAZI, se proclamó la “Ley de Plenos Poderes”, según la cual las leyes podían ser emitidas además de por el parlamento, también por el gobierno alemán, es decir Hitler tenía plenas facultades para dictar leyes.
El ataque al Capitolio de Estados Unidos, por cientos de simpatizantes de Donald Trump, implicó una intentona de tomar al legislativo e impedir que este cumpliese con sus funciones, lo que aunado a la agilidad de la pluma del presidente Trump para pretender gobernar al país a través de Órdenes Ejecutivas, nos plantea una preocupante similitud de lo que pasó en ese 1933 en Alemania.
Las instituciones democráticas estadounidenses, prevalecieron, gracias a una cultura de entender el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, por cerca de 2.5 siglos de crear la democracia, a través de ensayo y error.
Mi México me preocupa, nuestra experiencia democrática apenas empieza, pues a pesar de que desde 1824 pretendemos crear un gobierno del pueblo a través de elecciones, esto solo ha sido un vodevil en el que los poderosos han sido actores y protagonistas.
Es hasta el inicio de este siglo XXI que el pueblo mexicano ha tenido la posibilidad de influenciar en las decisiones del poder a través de las urnas, pero la clase política ha quedado muy rezagada en el proceso de este juego de democracia, corrupción, abusos de poder, inseguridad y violencia han campeado a placer en nuestra destrozada sociedad.
Las decisiones tomadas por los votantes mexicanos han tenido su origen en la frustración y el coraje, no hemos razonado que es lo que mejor conviene al país. El abstencionismo ha sido el factor de decisión en las últimas elecciones, en donde tan solo un tercio de los votantes decidió elegir a un mesías que, prometió todo y nada ha cumplido, pero si ha dado pasos para concentrar el poder en la presidencia, en un indudable camino hacia el autoritarismo.
El enojo de los mexicanos en el país y en el extranjero contra la clase política subsiste, la democracia se ve amenazada, como hace décadas no sucedía y en las elecciones de junio de este año, en las que, es necesario que salgamos a votar, de nueva cuenta, la clase política no parece darnos muchas opciones.
¿Qué pensaría mi apreciado lector si los políticos, a través de sus partidos, pidieran perdón a la sociedad mexicana por los errores del pasado?
El profesor de la Academia Internacional de Filosofía de Liechtenstein, Mariano Crespo, en un profundo estudio sobre el perdón, menciona que éste tiene tres etapas: una nueva forma de mirar al otro; reconocimiento de su valor y desaparición de rencor contra él.
Debe existir un mal infligido en forma intencional, como el que la clase política ha causado, esto implica la culpa de quien ha causado el daño.
Compete perdonar a aquel que sufrió las consecuencias de ese daño, que sería la sociedad mexicana en su conjunto, tanto dentro del territorio mexicano, como en el extranjero.
Aquí estamos planteando una responsabilidad moral colectiva, que aún y cuando el causante directo puede verse identificado en un individuo, este no actúo por si solo, sino a través de un grupo de poder conocido como partido político y por ende es una responsabilidad compartida cuyo origen es el grupo colectivo del que emanan las acciones dañinas, independientemente de los individuos que en el caso específico las hayan realizado.
Pero el perdón en casos como este no puede derivar de una decisión unipersonal, sino que tiene que derivar de reales signos de arrepentimiento por parte del causante del daño y es ahí donde surge la duda:
¿Estarían los grupos políticos de México dispuesto a hacer a un lado su soberbia y pedir perdón a la sociedad mexicana y, sobre todo a dar muestras de arrepentimiento que se traduzcan en actos como la expulsión de su seno protector de quienes han sido señalados por actos de corrupción y el acudir ante las autoridades para exigir las responsabilidades derivadas de los actos dañosos a los mexicanos?